
NOCHE ADENTRO Y NO DUERMO
A lo lejos, en un atardecer
en que el otoño
es un lugar en mi pecho,
mi nostalgia
por estar donde bien sé que al llegar
volvería a estar afuera.
Duelen los ojos de soñar tan a lo lejos
la frente de pensar
lo impensable de tanta vida
que no he abrazado,
tanta deuda de lo que no he nacido.
Poco a poco se apagan las luces,
es el lindero de una noche y otra noche,
la frágil vecindad
del miedo y la esperanza.
El último día podría ser éste que termina,
esta noche
en la que aún escribo
igual, pero sin una ausencia nueva
para seguir esperando.
A Lucrecia Martel
la ciénaga imita la sustancia que te envuelve cuando la mano no
alcanza a imaginar las consecuencias, como la rosa que se enfrenta
a la jauría, mostrando los dientes, o como el árbol que en invierno
extiende sus ramas cada vez más afiladas para alcanzar el aire que
habrá de alimentarlo; han caído las hojas, el árbol entra en estado
de latencia, sin embargo la forma se mantiene en perfecta
circularidad, como queriendo abarcar más espacio; esa extensión se
llama edad; pero hay oleadas ponderando otros circuitos, oleadas
que recorren el cuerpo en su búsqueda de qué? estar allí, en ese
lugar, y ahora la extensión de zonas sumergidas no responde al
panorama; mirar para atrás en un despliegue temporal del sentido,
mientras la superficie se resquebraja como un vidrio de gelatina,
o como las salinas de absoluto resplandor; sal que viene del cuerpo
en agua, erupción oceánica, sustancias que el cuerpo adora o rechaza
en su mera fragancia puntillosa; y aunque no lo quieras es la
hipófisis la madre de todas las glándulas, ciénaga que atrapa en las
pulsiones y se somete a sus más lánguidos deseos incestuosos, al
fulgor de los olfatos, a la gravidez de la guarida.
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