sábado, 22 de octubre de 2011

La poesía: Desde este lado del mar


Discurso del acto inaugural del III Festival Internacional de Poesía, Santo Domingo 2011, por José Rafael Lantigua, Ministro de Cultura 


La poesía es un torrente de aguas mansas que se rebelan. A su conjuro, el hombre cambia su credo y su alma. Tras su sentencia, un remolino de ilusiones –de las ilusiones que quiebran la realidad y la sublevan- levanta el polvo de sus ruinas, de esas ruinas interiores que han sobrevivido al peso del tiempo, de su oquedad, de sus vacíos, de su soledad.

Creo que fue Borges que sentenció que la poesía nacía del dolor. Entiendo que también nace y se nutre, fundamentalmente, de la memoria. De la memoria vital y de la memoria imaginaria, de esa ilusión de vida que la existencia traslada desde el sueño hasta la poderosa vigilia de la realidad.

“El amor es un poema enteramente personal”, decía Balzac. El hombre ama para sentirse dueño de su cotidianidad y balancearse en los requiebros de la dicha y el aliento de la trascendencia humana. El amor conjuga la vitalidad del ser, desde su definición ontológica, con la sublimidad que la propia existencia destina para los que exaltan sus caudales y se sumergen en su plasma triunfal. El amor es triunfo, aun cuando se contraríe en la adversidad. Su rito es de victoria, aunque la miseria humana rebote sus desafíos y aleje la dicha de su entorno.
 
Los grandes poetas se hacen en el amor, y el amor no conoce de tiempo aunque sí de los ruidos soberbios y gelatinosos del dolor. El poema es duelo y es dolor. El poema transmite la herencia del dolor y combate el duelo de la desesperanza, del trunco desafío de los sueños que se quiebran, que se rompen, que se quedan marchitos. “El año que es abundante de poesía, suele serlo de hambre”, dijo Cervantes, como queriéndonos explicar ese raro espacio por donde el poema surge y crece, y vence la adversidad del tiempo y sus ocasos.

Por eso, la poesía debe leerse como victoria, y no como derrota. La poesía mueve el contorno de la palabra, y la define. La hace realidad viva, la devuelve a sus orígenes cuando el Verbo se hace palabra y visión. El poeta romántico francés Emile Deschamps definía a la poesía como “la pintura que se mueve y la música que piensa”. Y es, en esa definición donde podemos encontrar la vitalidad triunfal del poema, su destino y su trascendencia.

De aquí que el poema se mueve -hablo y escribo desde la generalidad de sus acentos diferenciatorios-  entre el amor y la memoria. Podríamos decir, tal vez, también, entre el silencio, la soledad y la ilusión. El verdadero poema transita estos espacios. Pero, la memoria y el amor, a nuestro juicio, son los que construyen su tiempo y su devenir.

La memoria se adentra en las sinuosas y también plenas y sacudidoras esencias del ser, del ser y sus atributos, del ser y sus carencias, del ser y sus olvidos, del ser y su construcción personal. Sin esa memoria no puede construirse el poema, porque el poema es vivencialidad, retorno, vuelta a los ejes primigenios, a los orígenes de los vacíos existenciales que a todos nos conmueven y que retozan con nuestros episodios de vida.

Memoria es tributo a las esencialidades, a todas, a las pobladas de nombres y sueños, a las construidas sobre los haberes del tiempo, a las gastadas por los años vencidos, a las demolidas por el deseo y las transformaciones humanas.

Federico García Lorca decía que “la creación poética es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces, no se sabe de dónde, y es inútil preocuparse de dónde vienen”. Creemos que esas voces vienen de la memoria sumisa, de la memoria vicaria, de la que juega con los sueños y los olvidos, pero también de la que mantiene viva la llama del tiempo, el quehacer vital que se quedó prendido en la solapa de nuestra intrahistoria, de nuestra hoja de vida, enlazada –entrelazada- con los vientos de fronda de nuestra biografía humana y espiritual.

Y esa memoria se puebla de amores y misterios: de misterios gozosos y de amores victoriosos. Pero, también, porque esta es la impronta de la dinámica humana de la que el poeta se nutre, de misterios vivenciales y, por tanto, colgados de la barandilla del deseo y el desamor, y de amores de afirmada vulnerabilidad que el tiempo se encarga de ver morir, de ver desaparecer, de ver extinguirse en la gravedad del tiempo y sus miserias y olvidos.

Luis García Montero insufla en el poema el valor de la memoria en las llanuras del ser y su tiempo:

Vivir en otro ser
que no muera conmigo el mundo mío,
que no muerea con ella el mundo suyo,
que la memoria arda en un abrazo
como tiempo caído al girar sobre el tiempo.


José Emilio Pacheco se afirma en la memoria de la realidad circundante, abreva en su beligerancia, adquiere los bastimentos de su disolución para vislumbrar desde el poema el azoro múltiple” de las horas que discurren, del breviario humano de la soledad y el desafío.

Se me ha perdido el mundo
Y no sé cuando
Comienza el tiempo de empezar de nuevo.

Vamos a ciegas en la oscuridad,
Caminamos sin rumbo por el fuego.
 
Esta noche, desde este lado del mar, entre el Caribe y el Atlántico, que es como decir entre  el sol y la mañana, entre el bochorno de las horas y la amena caricia del viento plácido del trópico, abrimos las puertas de la tercera edición del Festival Internacional de Poesía de Santo Domingo.

Poetas de 20 países nos convocan en la Primada de América, la vieja ciudad de los Colones, para surcar la memoria, el amor y el misterio de la poesía.

“Entre tanto guijarro de la orilla / no sabe el mar en dónde ha de romperse”, afirma la palabra del poeta mexicano. El mar nos invita a abrirnos a la poesía, a su deseo, a su desamor, a su latente gravedad.

Abrirnos, en voz de Coral Bracho, a sus  “estancias abiertas, incesantes…a sus remontables laberintos, a su abarcable acaecer”. Fundirnos en su aliento, en esa “savia que funde, que transluce, que nos envuelve como un oleaje, como un acorde, en sus contornos íntimos”, y recreo la voz poética de la reciente ganadora del Premio Jaime Sabines, presente esta noche entre nosotros.

Es la hora de pasearnos con el poema a cuestas, redimir sus andanzas, cobrar sus réditos, soltar sus amarras, complacernos en su vértigo. Es octubre. Y es mes, entre los dominicanos, del poema y su hacedor. Y octubre, dice Claribel Alegría, “es la estación de los crepúsculos/ del amor entregado/ de la nostalgia invadiendo/ la alegría./ Es el mes de las viñas/ de los sueños que arropan/ envueltos en llovizna/ de esa cita sin tregua/ que en un recodo verde del camino/ concerté con la tierra”.





Esta es la hora, nuevamente de manos de Luis García Montero, de definir el alba, hacer temblar el amanecer, de la forma en que puede una pupila medirse con la tierra. Es la hora de hacer temblar al mundo, de hacer la cita “sobre el lomo templado de los libros/ en el solar envejecido/ donde las tradiciones/ escogieron su luz de corazón simbólico”. Es la hora de edificar la palabra inútil, de creer que los indignados que se mueven en estos momentos por el mundo transitan por la carga de verdad y miedo y escalofrío, que se ha  encubierto, encerrado, callado en las alforjas de todos los silencios posibles, de una humanidad que parece ya dispuesta a convocar la tempestad, a ser  vigía y juez de los rábulas del crimen.

Esta es la hora de cantar con los poetas jóvenes, que tienen tanto que decirnos. Es octubre, y Alejandro González inscribe “la huella desolada de los que desaparecieron en el barro, arrojados bajo el suelo como nudos,/ bajo el cielo gótico de octubre, y no sé si es octubre que aún golpea en la ventana, con el mismo olor podrido de la carne”.

O de Jesús Cordero que nos advierte, que “debajo de este sol/ la noche está en los ojos/ en los caminos/ en todas las distancias/ que nos roban el nombre/ Debajo de este sol/ nadie piensa en azul/ creemos que al juntar las manos/ nacerán los arcoíris/ Debajo de este sol/ nunca se dice adiós”.

Que al finalizar el festival que ahora iniciamos, los admirados poetas que visitan nuestro lar, recuerden siempre nuestro sol y nuestro mar, junto a nuestros sueños, y nunca nos digan adiós.

Entre nosotros no hay banderas. “Hay que encontrar al hombre, al hombre que se nos va en fragmentos”, como nos advierte Manuel del Cabral. “Nuestro canto no cabe en las banderas/ ellas caben mejor en nuestro canto”.

¡Feliz estancia, poetas!

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